La alianza entre Iglesia y Monarquía en la España de la transición a la democracia

DOI : 10.58335/individuetnation.343

Con el presente artículo se pretende explicar de qué manera la Iglesia católica siguió actuando como poder de hecho en la sociedad española, tanto durante la dictadura militar de Franco como en la actual monarquía parlamentaria. Para hacer eso se ha trazado la evolución de las relaciones Estado-Iglesia durante el franquismo; se ha demostrado cómo el concilio Vaticano II alteró dichas relaciones, preparando la Iglesia española al desenganche del régimen; y por último se ha descrito el proceso de redefinición constitucional y concordatario que ha permitido a la Iglesia católica defender los intereses de la comunidad católica en el seno de una sociedad democrática.

The aim of this article is to explain how the Catholic Church continued to act as de facto power in Spanish society, both during the military dictatorship of Franco and the current parliamentary monarchy. It traces the evolution of church-state relations during the Franco regime, it was demonstrated how the Second Vatican Council changed those relationships, preparing to release the Spanish Church of the regime, and finally it describes the process of redefining those relationships, which has allowed the Catholic Church to defend the interests of the Catholic community within a democratic society.

Le but de cet article est d'expliquer comment l'Église catholique a continué d’agir en tant que pouvoir de fait dans la société espagnole, à la fois pendant la dictature militaire de Franco et la monarchie parlementaire actuelle. Pour y parvenir, le travail retrace l'évolution des relations Église-État sous le régime de Franco, il démontre comment le Concile Vatican II a changé ces relations et à servi d’appui à la prise de distances de l'Église espagnole par rapport au régime et enfin, il décrit le processus de redéfinition de ces relations, ce qui a permis l'Église catholique de défendre les intérêts de la communauté catholique dans une société démocratique.

Index

Mots-clés

Église, Concile, Franquisme, Transition

Plan

Texte

Las relaciones que un Estado puede mantener con la Iglesia católica son fundamentalmente diferentes de las que puede mantener no sólo con otros Estados sino, incluso, con otras iglesias. La personalidad jurídica internacional sui generis de la que goza la Santa Sede así como la ramificación universal de su estructura socio-política, hacen que la jerarquía eclesiástica ejerza una notable influencia en la política interior de los Estados, sobre todo en Occidente. Institución jerárquica que tiene como función la de gobernar a nivel nacional una pluralidad de comunidades católicas, la Iglesia acaba actuando como “poder de hecho” porque es capaz de defender los intereses de dicha comunidad presionando a los Gobiernos desde su propia base social.

Desde la desaparición de los Estados Pontificios, en 1870, la Iglesia había visto en el asociacionismo católico el instrumento más adecuado para defender no sólo la libertad religiosa de los católicos como, sobre todo, aquella otra –de carácter supranacional– que se le podía reconocer a obispos y cardenales en cuanto ministros de una Iglesia constituida en Estado territorial. Con la creación del Estado de la Ciudad del Vaticano, en 1929, la Santa Sede recuperaba su personalidad jurídica internacional. Sin embargo, la importancia y la fuerza política que, por aquel entonces, había alcanzado el asociacionismo –sobre todo obrero– aconsejaban a los Pontífices consolidar la eficacia de la movilización católica, como instrumento para defender los derechos de Dios frente al Estado. Y así fue tanto en la década anterior a la Segunda Guerra Mundial, cuando el asociacionismo católico representó el principal instrumento eclesiástico para evitar la “nacionalización” de la Iglesia por parte de los regímenes totalitarios de derecha; como en los años de la Guerra Fría y hasta el Concilio Vaticano II, cuando la movilización de las asociaciones católicas sirvió para contener el avance de los Partidos Comunistas en los países de la Europa occidental.

1. Las relaciones Estado-Iglesia en la España de Franco

A diferencia de otros países europeos, la laicización del Estado español fue lenta llevándose a cabo solamente en la segunda mitad del siglo XX, tras el Concilio Vaticano II, y en unas condiciones muy peculiares. Mientras para los demás países europeos la separación del Estado y la Iglesia había sido una consecuencia del liberalismo político del Ochocientos, en España fue el resultado de la acción eclesiástica. Los preceptos conciliares empujaron al episcopado español a desengancharse del régimen franquista justo cuando éste intentaba institucionalizarse para sobrevivir al propio Franco.

Al finalizar el Concilio Vaticano II, España era uno de los pocos países cuyo Jefe de Estado gozaba todavía del derecho de presentación de obispos. Un privilegio que Pío XII había otorgado a Franco, en 1941, para garantizar la presencia de la Iglesia católica en España después de la guerra civil.

Durante la contienda, las persecuciones anticlericales no habían tenido lugar sólo en el bando republicano. Si bien en medida notablemente menor, los militares golpistas también persiguieron al clero, centrándose sobre todo en los curas nacionalistas de las provincias vascas de Guipúzcoa y Vizcaya (Martínez Sánchez, Santiago, 2007).

Dado que la diócesis de Vitoria abrazaba en aquella época todo el País Vasco, las autoridades militares de Álava y los carlistas de Navarra no habían tardado en ponerse en contacto con monseñor Mateo Múgica, para que convenciera a los dirigentes contumaces del PNV de Bilbao y San Sebastián de quedarse neutrales (Andrés-Gallego, José/Pazos, Antón M., eds., 2001, pp. 69-74). La buena voluntad que el prelado pensaba demostrar condenando el contubernio del catolicismo vasco con la República a través de la carta pastoral que, redactada por el cardenal Gomá, había sido firmada también por el Obispo de Pamplona, no sirvió para evitar una crisis entre el bando de los insurrectos y la Santa Sede. Las autoridades militares de Álava aprovechaban la negativa de monseñor Múgica de alejar del seminario diocesano a todos aquellos seminaristas y profesores sospechosos de ser separatistas, para pedir a la Santa Sede que separara físicamente al prelado del gobierno de la diócesis de Vitoria (cfr. Andrés-Gallego, José/Pazos, Antón M., eds., 2001).

A finales del verano de 1936 la “cuestión religiosa” en el País Vasco se complicaba. La inclusión de un nacionalista vasco en el Gobierno de Largo Caballero, la contemporánea conquista de Guipúzcoa por los nacionales así como la ratificación, el 6 de octubre, del Estatuto de Autonomía vasco, llevaban al recién constituido Gobierno de Burgos a afrontar con mano dura la politización del clero vasco. Además de insistir en la necesidad de destituir a monseñor Múgica, en octubre de 1936 los nacionales fusilaban de manera sumaria a una quincena de sacerdotes vascos (cfr. Andrés-Gallego, José/Pazos, Antón M., eds., 2001).

Estos sucesos, junto al empeño de Franco en solicitar el reconocimiento vaticano para la España nacional, convencieron a Pío XI de lo oportuno que era tener un representante confidencial ante el Gobierno de Burgos. La misión que a tal fin el Papa confiaba a finales de diciembre de 1937 al cardenal Gomá, tenía como objetivo negociar la rendición de Bilbao garantizando la mayor seguridad posible para los dirigentes del PNV y todos los católicos que se habían comprometido con la causa republicana. Al respecto, le estaba vedado servirse del derecho de presentación de obispos como contrapropuesta para evitar represalias en contra de los católicos nacionalistas (Rodríguez, María Luisa: 1981, p. 400). Una línea de acción que la Curia Romana tuvo que modificar muy pronto, debido tanto al perdurar de la persecución del clero nacionalista vasco tras la caída de Bilbao (Martínez Sánchez, Santiago, 2007) como a la peligrosa influencia que podía ejercer el Tercer Reich sobre la España nacional. Después de reconocer el Gobierno de Franco como el Gobierno legítimo de España (1938), en 1941 la Santa Sede firmaba un acuerdo otorgando al Jefe de Estado el derecho de elegir los candidatos para las sedes vacantes (Marquina Barrio, Antonio 1983 y Rodríguez, María Luisa 1981). Acuerdo que se integraría posteriormente en el Concordato de 1953.

La Guerra Fría favoreció la consolidación del régimen franquista, permitiendo a España salir gradualmente del aislamiento al que la ONU la había relegado al acabar la Segunda Guerra Mundial. En 1953 España lograba integrarse parcialmente en el bloque democrático a través de la firma de dos importantes acuerdos: el de colaboración con los Estados Unidos y el citado Concordato con la Santa Sede. Si el primero tuvo importantes consecuencias económicas (Viñas, Ángel 2003), a partir de la década de los Sesenta, el segundo se convertiría en un importante vehículo para la democratización política de España. A pesar del anacrónico concepto de relaciones Estado-Iglesia al que hacía referencia el Concordato de 1953 (Minnerath, Roland 1982 y 1983), su envergadura socio-política consistía en el derecho de asociación y reunión que, por su medio, la dictadura reconocía sólo y exclusivamente a la Iglesia católica. Unas libertades que en los años postconciliares la jerarquía eclesiástica utilizaría para dar cobijo a las oposiciones y, de esa manera, presionar al régimen para que devolviera a la Iglesia su más completa independencia pastoral y de gobierno.

El Concilio Vaticano II no podía más que trastocar, y profundamente, el sistema de relaciones entre Estado, Iglesia y Sociedad. La reivindicación pontificia del derecho de presentación de obispos junto a la constitución de una Conferencia Episcopal acabaría por impedir al régimen franquista controlar, como antes, la Iglesia. Iría perdiendo, consecuentemente, uno de los instrumentos de contención social más importantes de los que se había dispuesto.

Sin embargo, para que la Conferencia Episcopal funcionara de verdad como un órgano de gobierno intermediario entre la Santa Sede, el Estado y la Sociedad, era necesario que se creara una conciencia corporativa entre los propios obispos. Los años entre 1969 y 1973 resultaron fundamentales para este proceso de consolidación interna. A partir de finales de los Sesenta, la escalada de la conflictividad socio-política junto al intento del Ministerio de Justicia de contenerla por el flanco eclesiástico solicitando a la Santa Sede medidas punitivas contra aquellos sacerdotes que militaban activamente en la oposición al régimen, marcaban un punto de no retorno en las relaciones del régimen con la Iglesia católica. A partir de ahí, la cuestión del desenganche dejaba gradualmente de ser motivo de divisiones políticas entre los obispos (Le Monde, 9 de diciembre de 1969). La Asamblea Conjunta de Obispos y Sacerdotes de septiembre de 1971, representó otro hito en el proceso de consolidación de la Conferencia Episcopal. Al respecto, no es secundario recordar que dicha asamblea había sido pensada, en un principio, como una reunión episcopal destinada a encauzar los conflictos internos acerca de la aplicación de la doctrina conciliar. A lo largo de 1969, sin embargo, se decidía integrar en ella también a algunos sacerdotes, de manera que todas las diócesis estuviesen representadas. Para evitar que esta decisión se interpretara como una voluntad episcopal de democratizar el orden jerárquico interno, los obispos sentaban el imperativo según el cual la Asamblea Conjunta no habría tenido carácter obligatorio para las decisiones que el episcopado tomaría en materia doctrinal.

El debate sobre la actualización de la misión pastoral del clero, fue al origen del conflicto que la Iglesia católica sostuvo con el Estado español en el último lustro de la dictadura. Para impedir que el propósito episcopal de ser la voz crítica de la sociedad ante el Estado hiciera de la Iglesia católica el principal baluarte de la oposición política al régimen, en 1972 el Gobierno aprovechaba la renovación de los cargos directivos de la Conferencia Episcopal para alejar de la Presidencia al candidato que se consideraba liderar el sector progresista de la Iglesia: el cardenal Enrique y Tarancón. Sin embargo, a estas alturas el período de rodaje de la Conferencia Episcopal había llegado ya a su fin, de tal manera que el intento de difamar al Arzobispo de Madrid con la publicación de un documento, supuestamente vaticano, contrario a las conclusiones de la Asamblea Conjunta, no pudo llegar a buen puerto (De Carli, Romina 2009: pp. 94-100).

Además de reconfirmar al cardenal Tarancón en la Presidencia de la Conferencia Episcopal (lo que tenía como contrapartida la designación del conservador monseñor Marcelo González Martín, candidato del régimen, para la Presidencia de la Comisión Episcopal para el Clero), el resultado más importante de la crisis de 1972 era el primer anteproyecto de la declaración Sobre la Iglesia y la Comunidad Política que se publicaría finalmente en enero de 1973.

2. La transición eclesiástica

La redacción del mencionado anteproyecto había sido encargada a una comisión dirigida por monseñor González Martín. Desde el punto de vista de los contenidos, el documento trataba de la independencia político-institucional de la Iglesia desde la perspectiva de su derecho a predicar libremente el Evangelio, procurando no poner en tela de juicio el Concordato de 1953. Por no reflejar la problemática real de las relaciones Estado-Iglesia, la tarea pasaba a otra comisión que lograba preparar otro borrador justo a tiempo para que se debatiera en la Asamblea Plenaria de finales de noviembre de 1972 (De Carli, Romina 2009: pp. 101-102). Especie de “corta y pega” de diferentes documentos al que se le había añadido un epígrafe sobre la revisión concordataria, este segundo anteproyecto sobre Iglesia y orden político dejaba todavía insatisfecha a buena parte del episcopado. No obstante, era lo suficientemente bien planteado como para favorecer –y en tiempos muy cortos– un acuerdo episcopal sobre la postura que la Iglesia tenía que adoptar frente al régimen («Iglesia Viva», nn. 41/42, 1972: pp. 508-513). Era este anteproyecto que, modificado según las enmiendas propuestas por los obispos, se publicaba el 23 de enero de 1973, bajo la forma de declaración colectiva Sobre la Iglesia y la comunidad política.

En la opinión de los católicos progresistas, la jerarquía episcopal había tardado demasiado en pronunciarse sobre un tema tan peliagudo como el de las relaciones Estado-Iglesia. Desde su punto de vista, en enero de 1973 eran ya otros los problemas que llamaban la atención de la opinión pública. Se trataba, sin embargo, de un juicio apresurado y que no parecía tener en cuenta los esfuerzos hechos, al respecto, por la Conferencia Episcopal. La declaración se puede considerar, de hecho, como una respuesta a las tomas de posición que el Gobierno había tomado con respecto a la Iglesia a finales de 1972, amenazando suspender sine die la financiación estatal a favor de los seminarios diocesanos (Carrero Blanco, Luis 1974: pp. 278-283). Al opinar que se trataba de un toque de queda acerca de la posible coartación que podía sufrir la libertad religiosa del propio clero, en la declaración Sobre la Iglesia y la Comunidad política la Conferencia Episcopal había subrayado que la actitud crítica que la Iglesia podía manifestar hacia el Gobierno por su política social, no tenía como objetivo la subversión institucional. Es más, se aprovechaba el documento para señalar también los principales puntos que había que abordar en una eventual y necesaria revisión concordataria (Iribarren, Jesús 1984: pp. 245-279). Al respecto, la mención a las competencias vaticanas y episcopales en las futuras relaciones entre Estado e Iglesia, manifestaba claramente la necesidad de la Santa Sede de poder contar con un cuerpo episcopal capaz de tratar con los Ministros competentes todos los problemas que podían surgir en las llamadas materias mixtas.

Al fracasar el intento de negociaciones sobre la aplicación de la nueva Ley General de Enseñanza y, con ello, la posibilidad de que se reconociera de facto una personalidad jurídica pública a la Conferencia Episcopal;1 y al alcanzar las tensiones entre la Iglesia y el Estado uno de sus momento más críticos en febrero-marzo de 1974, con el estallido del “caso Añoveros”,2 a la Santa Sede le tocó como bailar en la cuerda floja accediendo a emprender negociaciones oficiales para la revisión concordataria. Actuando de esa manera, la Santa Sede quería alcanzar dos objetivos: a corto plazo, evitar que la Iglesia se quedara totalmente desprotegida a consecuencia de una posible denuncia unilateralmente del Concordato y, a medio y largo plazo, plantear oficialmente el reconocimiento de una personalidad jurídica pública para la Conferencia Episcopal. Alcanzar este segundo objetivo era algo tan importante para la diplomacia vaticana, que en marzo de 1975 monseñor Casaroli condicionaba perentoriamente la prosecución de las negociaciones al reconocimiento de poderes de representación diplomática para la Conferencia Episcopal.

Por lo que a ésta se refiere, si los obispos querían actuar corporativamente como personalidad jurídica pública necesitaban, en primer lugar, convencer a la clase política que las funciones de gobierno del episcopado no iban a representar un factor desestabilizador del Estado. Al respecto, el nacionalismo manifiesto de amplios sectores del clero vasco y catalán era lo que más estorbaba la credibilidad del episcopado a la hora de sostener el carácter apolítico de su crítica social. Y, en segundo lugar, los obispos no podían descuidar la confianza que la Iglesia había sabido ganarse en los sectores progresistas y democráticos de la sociedad, desde comienzos de los Setenta. Desde este punto de vista, el eje de la cuestión estribaba en la necesidad de “reducir a la ortodoxia” a todos aquellos movimientos de base que, nacidos del aggiornamento conciliar, estaban confundiendo la doctrina social de la Iglesia con los principios políticos del marxismo. Lo que había que evitar era que una condena explícita del comunismo se interpretara como una reconfirmación del apoyo que la Iglesia había ofrecido al régimen franquista desde la guerra civil y las cartas pastorales de 1936 y 1937. En definitiva, la Conferencia Episcopal tenía que hacer lo posible para que las circunstancias no afectaran la autoridad episcopal en materia doctrinal así como la posibilidad de encontrar cierta unanimidad interna sobre las principales cuestiones políticas del momento.

La carta pastoral colectiva Sobre la reconciliación en la Iglesia y en la sociedad, de 17 de abril de 1975, no podía no reflejar este dilema.

La decisión de publicar un documento sobre la reconciliación (tema que Pablo VI había elegido para el Año Jubilar de 1975), la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal la había tomado durante su reunión del 14 al 16 de mayo de 1973. Reflexionar sobre la compatibilidad del catolicismo con el comunismo tenía un doble objetivo: evitar la imposición de un concordato político por parte del Estado (tal y como había ocurrido con el Acuerdo de 1941); y allanar las divergencias internas entre progresistas y conservadores, que podían perjudicar la imagen de institución reconciliadora que la Iglesia quería dar de sí a la opinión pública. Como habían puesto en evidencia los debates de la Asamblea Conjunta de 1971, superar el trauma de la guerra civil no era tarea sencilla.3 Razón por la que el episcopado optaba por soslayar una condena explícita del comunismo, y considerar la profesión política del catolicismo vasco como una anomalía propia de España. Se limitaban por lo tanto a recordar al clero que

una apresurada identificación de la preferencia evangélica por los pobres con la llamada ‘opción de clase’[…], se oponía abiertamente a la consustancial universalidad de la Iglesia, y por falta de espíritu crítico y de coherencia con la fe ponía en grave riesgo la credibilidad misma de una comunidad cristiana que la hiciera suya (Iribarren, Jesús, ed. 1984: p. 359).

Una ambigüedad que, además de permitir a los obispos presentarse al régimen y a la opinión pública como un cuerpo episcopal compacto, respondía también a la necesidad de evitar que el programa de transición rupturista de la Junta Democrática de España (Archivo del Ministerio español de Asuntos Exteriores, R-19.908) aglutinara a su alrededor el sector democristiano de la oposición al régimen. Como había explicado el cardenal Tarancón, para presentarse como una fuerza social apolítica, la Iglesia tenía que deshacerse de aquel nacionalismo «alicorto y cerrado» que había sembrado la discordia entre los españoles; promover una nación «de todos y para todos» (Enrique y Tarancón, Vicente, 1975); y defender en solitario los derechos fundamentales que, independientemente del credo político o religioso, eran comunes a todos los ciudadanos.

Este compromiso apolítico y super partes ante el inminente proceso de transición a la democracia si por un lado implicaba la desvinculación política de la Iglesia de cualquier tipo de Gobierno, por el otro no excluía una alianza con aquella otra autoridad socio-política super partes que, en el caso concreto de España, era la Monarquía. Un apoyo a la institución monárquica que la Iglesia, de todas formas, condicionaba al derecho eclesiástico a predicar libremente el mensaje cristiano «incluso cuando su predicación podía resultar crítica» (Enrique y Tarancón, Vicente 1975). Apoyo que Juan Carlos I no estaba en condiciones de rechazar, si quería consolidar su función institucional en una sociedad que asociaba régimen democrático con República.

3. La Iglesia y la transición política hacia la democracia

Aunque la idea de una monarquía democrática no había dejado de suscitar ciertos recelos en el sector más conservador del episcopado,4 en la Asamblea Plenaria de diciembre de 1975 la Conferencia Episcopal le otorgaba un voto de confianza. La decisión de Juan Carlos de confirmar a Carlos Arias Navarro para la Presidencia del Gobierno, había dejado de hecho a la Iglesia en vilo con respecto al lugar y función que se le quería asignar en la sociedad. Inseguridad que se había convertido en preocupación en marzo de 1976, cuando el proyecto de ley sobre asociaciones hizo presagiar la posibilidad de una definición unilateral –y al margen de lo pactado en el Concordato de 1953– de las libertades que el Estado pensaba reconocer a la Iglesia católica (De Carli, Romina 2009: pp. 167-169).

Ante este panorama, pues, parece correcto sostener que la sustitución de Arias Navarro por Adolfo Suárez y la firma del Acuerdo pórtico con la Santa Sede (ambos en julio de 1976) marcaron un hito importante en el proceso de transición a la democracia.

Al realizar el objetivo que la Secretaría del Vaticano había perseguido desde la primavera de 1968, aquel primer acuerdo cerraba la etapa franquista de la revisión concordataria e inauguraba otra totalmente nueva. Además de convenir la renuncia de Juan Carlos I al uso del derecho de presentación de obispos, las Partes habían fijado un plazo de dos años para negociar cuatro acuerdos parciales sobre asuntos educativos, jurídicos, económicos y militares. La importancia del plazo radicaba en que, una vez expirados aquellos dos años, el Concordato de 1953 caería perentoriamente en prescripción independientemente de haberse o no haberse firmado todos o algunos de los mencionados acuerdos parciales.

La Nunciatura y el Gobierno ponían inmediatamente mano a la obra: tanto el Gobierno (que quería asegurarse el apoyo de los católicos) como la Iglesia (que temía la influencia que el PSOE podía llevar a cabo en las Cortes Constituyentes) estaban interesados en cerrar la cuestión concordataria antes de las elecciones generales de junio de 1977. Tema que no había sido fuente de especiales desavenencias durante la etapa franquista de la revisión concordataria, desde el comienzo la cuestión educativa fue al origen de desencuentros no sólo entre el Estado y la Santa Sede, sino en el seno del propio Gobierno. Era por lo tanto en los meses a caballo de las elecciones cuando se fue planteando la posibilidad de constitucionalizar las relaciones de colaboración entre el Estado y la Iglesia, para solventar de esa manera el vacío concordatario que se crearía a partir de julio de 1978 en caso de no llegar a firmar ningún acuerdo con la Santa Sede (De Carli, Romina 2009: pp. 188-200).

Pero, para que la futura Constitución democrática reconociera los derechos religiosos de la Iglesia católica, era indispensable que las elecciones generales de 1977 reconfirmaran a Adolfo Suárez en la Presidencia del Gobierno. Era por lo tanto interés de la Conferencia Episcopal el avisar a los católicos que no era conveniente votar a favor de un partido cuyo programa podía limitar el desarrollo de los derechos y de las libertades fundamentales del hombre (Iribarren, José 1984: pp. 407-408). Sin decirlo explícitamente, los obispos fueron orientando claramente el voto católico hacia la UCD: el partido –centrista y moderado– que el propio Suárez había fundado para que la primera consulta democrática del post-franquismo no interrumpiera un proceso de transición sin grandes rupturas, tal y como era el que el Rey y Fernández Miranda querían que se pusiera en marcha tras la aprobación de la Ley de Reforma del Estado de enero de 1977.

Tras la victoria electoral de la UCD, se hacía necesario crear las condiciones para que los principales partidos del espectro parlamentario aceptasen que la Constitución legitimara la colaboración entre el Estado y la Iglesia católica. Puesto que la primera redacción del artículo sobre la libertad religiosa había decepcionado ampliamente a los obispos porque no reflejaba las prerrogativas históricas del catolicismo, la Conferencia Episcopal decidía poner la cuestión constitucional en el orden del día de su Asamblea Plenaria de finales de noviembre de 1977. Es más, en su discurso inaugural, el cardenal Tarancón destacaba que la institucionalización de las relaciones Estado-Iglesia era la única solución jurídica que podía garantizar la más completa libertad a la jerarquía eclesiástica (Enrique y Tarancón, Vicente 1977). Y al finalizar la Plenaria los obispos rompían el silencio, publicando una nota sobre Los valores morales y religiosos ante la Constitución que, reiterando los argumentos planteados por monseñor Yanes en una conferencia en el Club Siglo XXI y por monseñor Setién en un artículo publicado en Iglesia Viva, defendía la importancia de mencionar la Iglesia católica en la Constitución por la función de intermediación que la Conferencia Episcopal podía desarrollar en las relaciones del Estado con la Sociedad y la Santa Sede.

Una nota que hacía mella en los ponentes constitucionales de UCD y AP, puesto que ya en el anteproyecto de Constitución de 5 de enero de 1978 se aludía a la obligación del Estado de mantener las debidas relaciones de colaboración con las creencias religiosas profesadas por la sociedad española (Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, 7). Referencia genérica que López Rodó aprovechaba para enmendar el artículo sobre libertad religiosa, sugiriendo que se tuviese en cuenta la dimensión comunitaria de las creencias religiosas, mencionando explícitamente a la Iglesia católica (De Carli, Romina 2009: pp. 209-210 et 212).

¿Qué alcance podía tener esta mención?

El artículo sobre acuerdos internacionales, que la Ponencia introdujo en el anteproyecto de Constitución a mediados de febrero de 1978, nos ayuda a contestar a la pregunta. El citado artículo establecía que «mediante ley orgánica» se autorizaría la celebración de tratados capaces de atribuir «a una organización o institución internacional, en régimen de paridad, el ejercicio de las competencias derivadas de la Constitución». Acuerdos que se someterían a la ratificación de las Cortes Generales en caso de ser

«a) Tratados de carácter político y militar.; b) Tratados que afecten a la integridad territorial del Estado o a los derechos y deberes fundamentales establecidos en el Título II; c) Tratados que impliquen obligaciones importantes para la hacienda pública, o supongan modificación o derogación de alguna ley, o exijan medidas legislativas para su ejecución» (Serrano Alberca, José Manuel, 1984)

Una casuística que podía verosímilmente abrazar las negociaciones concordatarias en curso. Así pareció interpretarlo Gregorio Peces-Barba –integrante socialista de la Ponencia– que no había tardado en percatarse del alcance que, gracias a aquel artículo, podía adquirir la mención constitucional a la Iglesia católica. Al vislumbrar las repercusiones que podía tener en la conceptualización del derecho a la libertad de enseñanza, el 6 de marzo Peces-Barba decidía abandonar la Ponencia no sin haber antes hecho un último intento de volver al anteproyecto originario de Constitución.

Una vuelta atrás era, por aquel entonces, ya imposible. Las dificultades, que el segundo Gobierno Suárez había tenido que sortear a los pocos meses de su formación, eran de tal envergadura que era inviable dilatar demasiado el debate constitucional. El PSOE procuraba llevar la situación a su favor para que, en el debate constitucional sobre enseñanza, prevaleciera su punto de vista. La fase constitucional en la que la Iglesia podía incidir de manera relevante, orientando el voto de los católicos, era la del referéndum. La condición sine qua non para poder llegar a ella, era evitar que PSOE y AP, sobre todo, se radicalizasen en sus respectivas posiciones. Era bajo estos auspicios, pues, que el 5 de mayo de 1978 la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas del Congreso empezaba el debate sobre el proyecto de Constitución. Su Presidente –el diputado de UCD, Emilio Attard– solicitaba calurosamente a todas las fuerzas políticas que hicieran lo posible para no romper el consenso constitucional (Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, 59). No obstante, haciendo oídos sordos a estas recomendaciones el grupo socialista no había dejado de insistir en pedir explicaciones sobre el por qué se había introducido una mención explícita a la Iglesia católica en el tercer apartado del artículo 15 (16 en el texto constitucional sometido finalmente a referéndum). Al no tener una respuesta satisfactoria durante esta primera fase del debate en el Congreso de los Diputados, el 18 de mayo de 1978 trece diputados socialistas optaban por no dar su aprobación a aquel tercer apartado, por considerar que podía afectar negativamente a la libertad de enseñanza (De Carli, Romina 2009: pp. 215-216). No iban muy descaminados a la hora de formular este juicio, puesto que el mismo 18 de mayo la Conferencia Episcopal publicaba un documento sobre las Posiciones del Episcopado sobre educación y enseñanza solicitando que se garantizara constitucionalmente el derecho de los padres a decidir libremente sobre la educación de sus hijos, que se mantuviera la formación religiosa como «oferta efectiva de los centros docentes» y que se buscara una «salida pastoral a las dificultades presentes» a través del diálogo entre los Ministerios competentes y la Comisión Episcopal de Enseñanza y Educación (Iribarren, Jesús ed. 1984: pp. 495-494).

Si se formula la hipótesis de que el PSOE podía no tener interés alguno en romper el consenso constitucional, se puede derivar que su objetivo era buscar el apoyo de la UCD y del PCE para evitar que aquellas reivindicaciones episcopales se tradujesen en preceptos constitucionales. Motivo que llevaba a algunos representantes socialistas a reunirse con algunos miembros del PSOE, de la UCD y del PCE, en víspera del debate sobre el derecho a la libertad de enseñanza (fijado para el día 23 de mayo). La exclusión de AP de este pacto constitucional así como las divisiones internas que la materia educativa había suscitado en el seno de UCD desde la elaboración de los primeros borradores de acuerdo concordatario, hizo que la componenda de la noche entre el 22 y el 23 de mayo resultara de difícil aceptación por parte de toda la Comisión parlamentaria. Razón por la que fue gracias a la propuesta de votar en bloque el artículo 26, como la Comisión de Asuntos Constitucionales acabó otorgando treinta y tres votos a favor y sólo dos en contra a un texto que –garantizando tanto el derecho de los padres a que sus hijos recibiesen una educación religiosa y moral como el derecho de las personas jurídicas a crear centros docentes «dentro del respeto a los principios constitucionales» y a recibir la ayuda económica del Estado en caso de reunir las condiciones establecidas– no rompía la unidad constitucional, porque dejaba a los partidos reinterpretarlo según su programa político cuando le tocara su turno de Gobierno (Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, 72).

Superada la prueba de la Comisión de Asuntos Constitucionales, era sin cambios sustanciales como el proyecto constitucional era aprobado, en el verano de 1978, tanto para el Congreso en sesión plenaria como para el Senado.

Si gracias al doble compromiso de UCD con AP y PCE sobre libertad religiosa, por un lado, y con PSOE y PCE sobre libertad de enseñanza, por el otro, el proyecto constitucional había alcanzado la recta final ya en el mes de mayo de 1978, cabe destacar que aquella solución no había convencido a todo el episcopado. Los obispos más conservadores eran de la opinión que aquellas medidas políticas no iban a garantizar plenamente los derechos que la jerarquía eclesiástica tenía sobre una sociedad, como la española, mayoritariamente católica.

Sin embargo, el vacío de poder que vivió la Santa Sede entre agosto y octubre de aquel mismo año a causa del fallecimiento de Pablo VI y del recién elegido Juan Pablo I, en cierta medida impidió que la Iglesia católica orientara el voto católico en contra de la Constitución que se sometía a referéndum en diciembre.

A finales de septiembre de 1978, frente a los rumores de un inminente referéndum constitucional, la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal no había tenido otra opción que tomar las riendas de la situación y publicar una nota para avisar a los católicos que el proyecto constitucional garantizaba suficientemente los derechos fundamentales del hombre y las libertades públicas, favorecía la coexistencia en el marco de un pluralismo socio-político y, sobre todo, respetaba los principios religiosos de los votantes. El nombramiento de Juan Pablo II, en octubre de 1978, no podía incidir en la solución del dilema constitucional, de manera que en noviembre, al acabar su XXX Asamblea Plenaria, la Conferencia Episcopal reiteraba las orientaciones de la Comisión Permanente dejando así total libertad a los católicos a la hora de decidir si contestar con un “sí” o un “no” a la pregunta del referéndum constitucional. Un margen de libertad que no contemplaba, sin embargo, la abstención. En este caso, los obispos recomendaban evaluar con mucha prudencia la posibilidad de no acudir a las urnas (De Carli, Romina 2009: pp. 223-225).

4. Conclusiones

El 3 de enero de 1979, España y la Santa Sede firmaban los cuatro acuerdos sobre enseñanza, asuntos jurídicos, asuntos económicos y la presencia religiosa en las Fuerzas Armadas que, junto al Acuerdo pórtico de 1976, constituyen el sistema concordatario, regulador las relaciones Estado-Iglesia en el régimen democrático. La constitucionalidad de dichos acuerdos así como su compatibilidad con la no confesionalidad del Estado, han sido temas de recurrente debate político. Al margen de estas polémicas, no cabe duda que la conclusión y ratificación de los citados acuerdos concordatarios son significativas, porque el Estado tardaría 16 y 12 años antes de firmar sendos acuerdos de colaboración con la Federación de Comunidades Israelitas y con la Federación de Entidades Evangélicas, y de promulgar una nueva Ley Orgánica reguladora del derecho a la libertad religiosa en España. Lo que nos lleva a concluir que durante toda la fase constitucional de la transición democrática y hasta el final de la primera época socialista, la Iglesia católica actuó de hecho como un poder fáctico.

Si se resume lo relatado hasta aquí acerca de la actuación de la Iglesia católica desde el Concilio Vaticano II hasta, cuando menos, la década de los Ochenta, es posible determinar tres períodos diferentes. Un primer período abarcaría los años 1969 hasta 1973, cuando amplios sectores del clero secular y regular, animados por el aire nuevo del Concilio Vaticano II, se acercan a la sociedad poniendo a su disposición aquellos espacios de libertad que el régimen le negaba. El riesgo de alterar la rígida estructura eclesiástica confundiendo la doctrina social de la Iglesia con los principios políticos del marxismo, y los cada vez más graves enfrentamientos que la Iglesia estaba teniendo con el régimen a causa de los nacionalismos catalán y, sobre todo, vasco, llevaba al episcopado a encauzar toda desviación doctrinal de orientación política. Se trataba de preparar el terreno al desenganche del Estado, orientando la movilización católica hacia la defensa de los derechos que la comunidad católica podía reivindicar ante cualquier Estado. Un segundo período abarcaría los años 1973-1978, cuando la jerarquía episcopal empieza a despolitizar sus relaciones con el Estado y, al mismo tiempo, a distinguir entre las reivindicaciones democráticas de la sociedad. En fin, son los años durante los cuales la Conferencia Episcopal va definiendo la línea de acción que la Iglesia tenía que seguir en un régimen democrático de separación Estado-Iglesia pero respetuoso con la profesión religiosa de la sociedad. El paso importante que, con respecto al período anterior de la dictadura franquista, la Iglesia daba durante estas dos etapas radicó en despolitizar el asociacionismo católico: si durante el auge del franquismo, la Iglesia movilizaba a los católicos a favor del régimen para defender sus propios derechos a la libertad religiosa; a partir del último lustro de la dictadura, la Iglesia empezó a movilizar a los católicos desvinculando la defensa de los derechos eclesiásticos a la libertad religiosa de la defensa del catolicismo y del orden social, encarnados por el franquismo. A partir de la Constitución de 1978 y de los Acuerdos parciales de 1979, la Iglesia católica en España estaba ya preparada para enfrentarse al reto democrático de la alternancia política entre socialistas y “conservadores” en el Gobierno. A lo que no estaba preparada –porque la España de finales del siglo XX no era la España de la primera década de 2000– era a compartir espacios socio-políticos y educativos con otras confesiones.

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Notes

1 Desde noviembre de 1971 había empezado a reunirse la Comisión Mixta Interministerial para definir los criterios que el Estado tenía que seguir para nombrar a los profesores de religión católica. Tratadas como una cuestión a parte de la revisión concordataria en curso, aquellas reuniones pronto plantearon el problema de la validez de unos acuerdos que se estaban negociando por el Gobierno y la Comisión Episcopal de Enseñanza. Si bien la Santa Sede autorizó por escrito al Presidente de la Conferencia Episcopal para que firmara en su nombre cualquier resolución al respecto, en septiembre de 1973 el Gobierno decidía suspender las reuniones y regular de manera unilateral la materia ( Cfr. De Carli, Romina (2009): pp. 104-109). Retour au texte

2 La lectura de una homilía sobre la autodeterminación de los pueblos en las iglesias de la diócesis de Vitoria los días 24 y 25 febrero de 1974, desencadenaba la intervención del Gobierno solicitando a la Santa Sede el alejamiento de monseñor Añoveros de su sede episcopal. A diferencia de lo que había ocurrido en el pasado, en febrero-marzo de 1974 el régimen franquista no tardaba en percatarse de haber ido por lana y salir trasquilado. La función diplomática que la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal supo asumir durante la ausencia temporal del Nuncio Apostólico (que había viajado a Roma para recibir instrucciones sobre el caso) impidió que el Estado interfiriera en asuntos propios del gobierno eclesiástico, como podía ser la destitución de un obispo (Cfr. De Carli, Romina (2009): pp. 126-128). Retour au texte

3 En aquella ocasión, las discrepancias sobre el comunismo habían impedido alcanzar la unanimidad sobre la petición de perdón que la Iglesia quería dirigir a la sociedad española, por no haber sabido mediar adecuadamente en la última guerra civil. Asamblea Conjunta Obispos-Sacerdotes (1971), p. 170. Retour au texte

4 Para monseñor Guerra Campos (autor de un ensayo sobre «La Monarquía católica»), el Rey tenía que actuar de protector de los principios católicos, sirviéndose de ellos para controlar el pluralismo ideológico y marginar a todas aquellas corrientes de pensamientos que podían perjudicar a la religión. Cfr. Boletín Oficial del Obispado de Cuenca, n. 148: pp. 10-39. Retour au texte

Citer cet article

Référence électronique

Romina De Carli, « La alianza entre Iglesia y Monarquía en la España de la transición a la democracia », Individu & nation [En ligne], vol. 6 | 2015, publié le 26 août 2015 et consulté le 29 mars 2024. DOI : 10.58335/individuetnation.343. URL : http://preo.u-bourgogne.fr/individuetnation/index.php?id=343

Auteur

Romina De Carli

Departamento de Geografía e Historia, Universidad Pública de Navarra – romina.decarli [at] unavarra.es